BLAKE, MÍSTICO SALVAJE. LAS DOS FUENTES DEL ANTINOMIANISMO BLAKEANO (III)

EL CAMINO DE LA CARNE
Why can no one ever feel a fire spirit?
The Gun Club (Fire Spirit)
Las pretensiones de
dominio de los poderes fácticos, de legitimidad autoasumida, cristalizan en los
códigos normativos de la moral, los preceptos religiosos y los tabúes sociales.
Es el exánime grito de Urizen, el añoso y terrible titán afanado en la tarea de
reglamentar y prescribir todos los órdenes de la existencia. Cada palmo de tierra,
el más recóndito recodo del mundo y del ánimo… Nada escapa a su supervisión;
nada puede sustraerse a su siempre perentorio juicio.
Pretendida soberana
del alma, la Ley Moral es en verdad su más acérrima enemiga. Sus recios
tentáculos atenazan con fuerza cada uno de los anhelos humanos. Es enemiga del
goce por naturaleza, lo cual era anatema para Blake. Los partidarios del Libre Espíritu
la repudiaban sin poner tanto el acento en la nobleza de las pasiones cuanto en
la dignidad inquebrantable del alma preservada -o redimida- por la fe; todo lo
cual es, invariablemente, herencia gnóstica. Un buen ejemplo de ello son estas
líneas del ranter Jacob Bauthumley,
de inequívoca filiación antinomianista:
…cómo puede ser el alma, como dicen los
hombres, impura y pecaminosa, es algo que se escapa; pues no concibo cómo puede
mancillar la carne a un espíritu.
El entronque con
las teorías gnósticas acerca de la incorruptibilidad pneumática del iniciado es
claro. Éste albergaba en su interior una centella divina que trataba de
elevarse constantemente hacia la esfera pleromática, chocando de continuo con
toda suerte de impedimentos. Lo que llamamos instintos o apetencias naturales podían
suponer, para algunas de las escuelas gnósticas, serias trabas en esa búsqueda
de la unificación con lo divino (la hénosis hýper noùn,
en términos neoplatónicos). Ahora bien, en ningún caso se conceptuaba como un problema
radical, que incumbiese a la constitución propia del alma. La búsqueda del placer
o la atención a los afectos significaba, antes de nada, una distracción capaz
de entorpecer la actividad ritual e introspectiva del gnóstico. Pero su alma
era como un resplandeciente fragmento de oro: la inmundicia podía cubrirla, mas
nunca penetrarla. Los hílicos, aquellos cuya voluntad está absolutamente
condicionada por la concupiscencia y la voluptuosidad, podían enfangar su “espíritu”
por no ser éste sino puro barro, materia terrosa que busca y se complace con lo
semejante. El puritano rechazo de los instintos que caracterizaría a algunas de
las más venerables corrientes filosóficas de la antigüedad (orfismo,
pitagorismo, platonismo, estoicismo…) debía, en puridad, resultarle ajeno al
gnóstico; el cual, no obstante, se sentía tan alejado del mundo, de sus
reclamos y sus deleites, que no podía por menos de desdeñar en menor o mayor
medida las inclinaciones concupiscentes.
Blake,
indudablemente, comulgaba con esta concepción de los atributos del alma noble,
si bien los hace extensivos a toda alma,
sin entrar en distingos jerarquizantes. La radicalidad de su postura, sin
embargo, queda fuera de toda duda, eliminando los resabios órfico-platónicos de
buena parte del espiritualismo de su época (los herederos de la Escuela
Platónica de Cambridge –Henry Moore y cia.): “el alma, de dulce gozo, jamás podrá
ser mancillada”, nos dice en la plancha novena de El Matrimonio.
El principal desencuentro
entre el gnosticismo y la doctrina de Blake cortocircuita de alguna forma las propuestas
de la escuela poética puritana en su vertiente más mística, la que bebe tanto
de Bunyan o Milton como del neoplatonismo. Ferviente defensor de la existencia
de un trasmundo (ese reino de la imaginación que constituye el auténtico cuerpo
místico de Cristo), Blake rebaja la esfera de lo sensible a precaria ensoñación
que, o bien adormece nuestras facultades más elevadas, o bien nos destierra a
los inhóspitos “sótanos de Urthona” (Ulro). Pero en ningún caso condena las pasiones
humanas, tradicionalmente asociadas a la región ontológica que hace equilibrios
entre el ser y el no ser. La filosofía platónica, siguiendo la estela marcada
por el orfismo y el pitagorismo, concibió el estrato más bajo del alma como
originariamente susceptible de diluirse en el borboteo telúrico. La aisthesis, la sensación, encauzaría nuestra
apertura a una exterioridad espuria, pura opacidad integradora, donde la perpetua
movilidad y el carácter fugaz de cada cosa modelan nuestra misma finitud.
Quedamos así confinados en un espacio cuyos límites reflejan y repercuten en
los nuestros, revelando nuestra condición de seres naturalmente receptivos. El apetito erótico y la pulsión
de muerte serían la otra cara de la moneda: la violenta inmersión en ese juego
de fuerzas espontáneas que llena el espacio de lo transitorio, el flujo
torrencial del que formamos parte. El alma concupiscible es, de este modo, sede
de los deseos y de las pasiones, al tiempo que vector espiritual esclavizado
por una realidad ilusoria y embrutecedora.
Blake reconocerá desde
el primer momento la naturaleza irreal de este espacio físico: el mundo vegetativo
urdido por la terrible Vala, su particular –e inquietante- versión de la diosa hindú
Maya, cuyo inmenso velo era la faz del impenetrable ámbito fenoménico. Ahora bien,
acaso por ello mismo, nunca postuló que tal espacio ontológico proporcionara
baremo alguno que pudiese medir la dignidad de nuestras pasiones. El amplio y
tupido abanico de pulsiones trascendía de largo, a sus ojos, el agreste plano
de lo terrenal. No podía sostener, en consecuencia, una concepción del alma apetitiva
análoga a la de Platón. La energía de la que Blake habla, principio rector de
su antroposofía, además de englobar todo ese conjunto pulsional que
cristalizaría posteriormente en la noción freudiana de libido, representa en puridad lo específicamente humano, aquello que
nos confiere entidad, substancia y dignidad. Y es que, si en relación a la
doctrina blakeana hablamos de lo específicamente
humano, debe señalarse necesariamente su entronque y absoluta dependencia respecto
del ámbito de lo Eterno, fuente inagotable del Ser y fundamento –antropomórfico
(vid. nuestro anterior estudio)- de
toda humanidad. En esto, sin duda alguna, Blake se mantiene fiel a una de las principales
tradiciones dentro de la gran sabiduría perenne, suscrita igualmente por
gnósticos y adeptos al Libre Espíritu: la inmost
light, el fulgor interior del que brota toda nuestra vitalidad, nuestro yo divino.
Por otro lado, el
cuerpo sensible, esclavo del goce carnal desde la perspectiva idealista (y pensado
desde el deísmo, bien como res extensa,
bien como masa sometida a fuerzas), es restaurado en su dignidad al ser
subsumido en esa omnímoda energía anímica que trasciende la mera sensualidad. Del
Cuerpo, nos dice El Matrimonio, procede
la energía (“la única vida”). Blake trata de desacreditar la creencia de que el
hombre se granjeará la condenación eterna por seguir el dictado de sus deseos.
La reivindicación del cuerpo, en este contexto, es inevitable; sobre todo por
estar orientada al proyecto “diabólico” de santificar el goce sensual. Pero para
ello necesita desmentir, primeramente, el colosal error que ha emponzoñado
durante centurias el manantial de las creencias sagradas: la proclamación del Cuerpo
y el Alma como principios de la existencia separados y en eterno conflicto. La “voz
del diablo” será la encargada de enunciar el más fundamental de sus principios filosóficos,
capaz de resolver las aporías que pudiesen resultar de yuxtaponer su defensa de
las pasiones, por un lado, y la impugnación ontológica de la realidad empírica,
por el otro:
El hombre no posee un
cuerpo distinto de su alma; pues lo que llamamos cuerpo es una parte del alma percibida
por los cinco sentidos, principales entradas al alma en esta era.
Pero en Milton, el Padre
es el destino, el Hijo, una ratio de los cinco sentidos, y el Espíritu Santo,
¡el vacío!
El Dios Padre es el
demiurgo despótico del antiguo testamento: el anciano Urizen, de rostro
macilento y ojos legañosos, aferrado a la nudosa red de la religión y a sus plomizos
libros. Su inflexibilidad es la del inclemente destino, tan pétreo como su código
moral. Cristo, por su parte, no encarna ya la promesa de reconciliación, ni el
espíritu del perdón; menos aún puede representar la rebelión contra el mandato
urizénico que pretende doblegar al corazón (no en vano, uno de los trasuntos de
cristo en la mitología de Blake es Orc, paradigma del insurrecto metafísico
cuyo nombre es un anagrama de “cor” –corazón-). Es la negación del deseo mismo,
ya que ni siquiera tiene que ver con esa “carne y sangre” de la que habla el
apóstol Pablo. Si las principales puertas de entrada al alma en esta nuestra
era son los cinco sentidos, queda claro que el deísmo (Bacon, Locke, Rousseau, Voltaire,
Gibbon, Newton…) no cejó en su voluntad de degradarla hasta extremos insoportables:
los cinco sentidos dejan de percibir la corriente de la vida (el mundo vegetativo o el estado de Generación, la naturaleza en bruto
urdida por Vala) y pasan a ser sondas e instrumentos de medida; receptores de
señales que se traducen a magnitudes (Ulro, o el universo como un cascarón
esférico poblado de centros de atracción). Esa “ratio” que simboliza el Cristo
de Milton es un mero enlace de variables susceptibles de cuantificación; o el promedio
valorativo defendido por el empirismo lockeano. En tal tesitura, no puede haber
apelación a un fuego transfigurador; como no tiene sentido la promesa del gran
Consolador, el purificador reencuentro con nuestro deseo escarnecido. En tal
tesitura, el Espíritu Santo es la inasible sombra de una fantasmagoría, la
desolación… ¡el vacío!
Lo que nuestro
autor conserva del milenarismo de las sectas inconformistas, que décadas más
tarde cristalizaría soberbiamente en su obra maestra Jerusalén, aparece en El
Matrimonio (plancha 14), en su forma embrionaria, respondiendo justamente a
esta problemática acerca de la naturaleza de lo real y de nuestras pasiones. En
el fin de los tiempos, nos dice, el querube que vigila el árbol de la Vida
arrasará toda la creación. Al desgarrar el velo de Vala, todo lo que percibimos
hoy como finito y perecedero se nos aparecerá como realmente es: infinito y
sagrado. Esto se llevará a cabo “a través de un incremento del placer sensual”.
Se trata de la famosa tesis de las “puertas de la percepción”, las cuales deben
ser purificadas mediante la adecuada reordenación de nuestras pulsiones (tesis
que gozaría de gran predicamento en algunos movimientos de la new age, en
numerosas corrientes de la cultura popular –plásticas y musicales- y en determinadas
indagaciones farmacológicas).
Con respecto a esta purificación, Blake se asignaría un
relevante papel en la
iniciación de las conciencias: por medio de su “método infernal” (en ingeniosa
doble referencia a su técnica de grabado –la cual exigía una aplicación de ácido
para el cobre-, por un lado, y a sus corrosivas propuestas en lo tocante a la
moral, por el otro) disolvería las superficies engañosas y erradicaría la
creencia de que el hombre posee un cuerpo distinto de su alma, descubriendo el fondo
eterno de ese ilusorio ámbito de lo perecedero que denominamos “naturaleza”.


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