HOMENAJE A UN GÉNERO OLVIDADO

 

LA ALEGRÍA DE LA HUERTA

BREVE HISTORIA DEL SLOWCORE

(Artículo publicado originalmente en Niño Futuro)

 

                                   Ilustración de Célia Márquez Guerrero. 

     

    Como todo género musical de perfiles (relativamente) bien delimitados, el slowcore no nació por generación espontánea. Al contrario, fue el resultado de una intensa búsqueda estética que aglutinaba estímulos provenientes de un amplio abanico de estilos: de las expresiones folk más sosegadas al dream-pop ochentero; pasando por el country sedado, la vertiente atmosférica del after-punk, y el pop de cámara intimista cultivado desde finales de los sesenta. En este sentido, podemos hablar de un conjunto ilimitado de influencias (Nick Drake, Tim BucKley, Nico, Gram Parsons, Leonard Cohen, The Blue Nile, Cocteau Twins, Joy Division, American Music Club…), de entre las cuales sobresale un antecedente primigenio inapelable: el tercer disco de la Velvet Underground, esa colección de canciones en duermevela que encapsulaba estados anímicos dulcemente azorados. No es casual, desde luego, que las dos bandas más próximas en forma y contenido al incipiente slowcore, The Cowboy Junkies y Galaxie 500, facturasen sendas versiones del inolvidable grupo neoyorquino.

    Con todo, no puede obviarse que el slowcore eclosiona en un marco creativo y cultural ciertamente concreto: una escena hardcore herida de muerte, que padece en sus propias carnes la agonía de unos estilemas periclitados; los cuales, parecían desoír esa apelación a una mayor profundidad emocional (y a la ralentización del ritmo) que resonaba en la cara b del My war (Blak Flag). En efecto, los estertores del primer hardcore alumbraron el (¿primer? -¿hubo realmente continuación?-) slowcore. Del fulgurante intento de renovación de ese hardcore maltrecho acometido por Slint en su Spiderland (1991) –tras los crudos ensayos de Tweez (1989)-, ven la luz tres canciones (“Don, aman”, “Whaser” y “For dinner…”) que abren un campo estilístico lleno de posibilidades. No en vano, la crítica lo acabó considerando la piedra fundacional del post-rock, seudo-género de difusos contornos al que se afiliaron grupos de vocación experimental, que siempre incluían en sus trabajos descollantes momentos slowcore: Rodan, Labradford, Tortoise, Bark Psychosis (y bandas tan sobrevaloradas como Mogwai o Godspeed you Black Emperor!, que testimonian que no todo lo que se metió en el saco del post-rock era oro) ...  

    La conexión hardcore estaba igualmente presente en las apasionadas y robustas piezas de Seam (especialmente en los muy notables Problem with me (1993) y Are you Driving me Crazy (1995)); y, sobre todo, en la primera obra maestra del género: Frigid Stars (1990), de Codeine. De ahí que el estilo pueda considerarse epifenómeno natural del hardcore y, al mismo tiempo, inversión acabada del mismo. Conserva determinadas cualidades sonoras del género madre, sobre todo en cuanto a aspectos tímbricos y armónicos (de gran austeridad), amén de retener la radicalidad emocional; pero representa su contrapunto rítmico perfecto: la velocidad se sustituye por una exacerbada lentitud; las voces ásperas y rugientes se tornan frágiles murmullos; los tiempos se dilatan y las atmósferas se cargan.

    Formados en Nueva York en 1989, Codeine ofrecieron en Frigid Stars una apesadumbrada transcripción sonora del más severo trastorno depresivo, materializado en cadencias reptantes que hierven de fuzz (la hiper-saturada guitarra de John Engle, sosteniendo las notas hasta el coma). Un hardcore hipotenso y alicaído, de crepitante y abrasadora gelidez. El insólito maridaje de introspección y contundencia cuasi-shabbatiana se puliría progresivamente en el EP Barely Real (1992) y en su segundo largo, The White Birch (1994). Es en este último donde la banda ofrece un sonido de slowcore “puro”, diluyendo las mareas de distorsión y comprimiéndolas en ocasionales fugas eléctricas de alcance catártico, que liberan toda la tensión acumulada en los parsimoniosos desarrollos previos. Así, The White Birch establece definitivamente los rasgos básicos del nuevo género: envolventes guitarras cristalinas, reverberaciones que se alargan in extremis, pausas y silencios inquietantes, espasmos eléctricos que quiebran tempos sosegados, ambientes pesarosos, voces dolientes y ensimismadas, lacónicos pero contundentes patrones de batería…

    Paralelamente a este proceso de consolidación, se desarrolla un fenómeno de reivindicación del folk/country intimista (directamente confesional en muchas de sus caracterizaciones) que acusa la influencia de este nuevo estilo y hace acopio de buena parte de sus elementos. De este modo, las tradicionales postales acústicas se tiñen de una tristeza sobrecogedora. Grupos como Smog, Palace Brothers, Tarnation, Lambchop, Mojave 3, Drunk (y su siguiente encarnación, Spokane), Dakota Suite o Sparklehorse incorporan las cadencias lentas a las tonadas campestres, inundando de melancolía sus desgarradores relatos en primera persona. En cualquier caso, la música de todos ellos trasciende la delimitación genérica; tan compleja, rica e incluso ecléctica suena a día de hoy. Los más talentosos de esta hornada (y los más cercanos en espíritu y sonido al slowcore) son los californianos Red House Painters. La banda de Mark Kozelek, egregio poeta del rock y el más grande compositor de las últimas décadas junto con Jason Molina (quien también recibió la influencia del slowcore en Songs:Ohia y Magnolia Electric co.), entregó verdaderos monumentos a la desolación y a la zozobra sentimental, vertidos en inmaculados álbumes como Down Colorful Hill  (1992) o Songs for a Blue Guitar (1996). Pesimista crónico y ególatra recalcitrante, Kozelek adorna sus lamentos con compungidos arpegios pastoriles en una serie de viñetas impresionistas de hondo calado humano. Tan proclive a la autocompasión como al autoflagelamiento, es un despiadado retratista de las miserias del corazón (a través del exhaustivo análisis de unas relaciones afectivas más bien disfuncionales). Su prodigioso talento melódico encuentra la mejor plasmación en una languidez acústica -a veces perturbada por rugosas disonancias- que, no obstante, en ocasiones bordea peligrosamente el paisajismo más esteticista.  

    Los Idaho de Jeff Martin, también de California, trasladaron el lamento de Mark Kozelek al registro eléctrico, derramando existencialismo adolescente sobre un rock anestesiado con sobredosis de adormidera. El material de Year After Year (1993) parece un grunge desacelerado, impregnado de gravedad y pesimismo. El desangelado escenario urbano inspira salmodias nihilistas que se arrastran sobre disonantes muros de feedback. Su tumultuoso angst, empero, no siempre se encauza con la debida finura, y en numerosos momentos rozan la caricatura efectista. El estilo vocal de Martin –voz tenor semi-amodorrada con giros “desgarrados”- tampoco se presta a la mesura, por otro lado. Los réditos artísticos de This Way out (1994) son quizás superiores, a pesar del lastre, en verdad irritante, de ciertos lugares comunes del rock alternativo de la época. Este desequilibrio congénito marcará su trayectoria posterior (con puntuales destellos de inspiración).  

    Low fueron precoces estudiosos del libro de estilo de los últimos Codeine; y para muchos, los más brillantes. Procedentes de Duluth (Minesotta), se aproximaron al nuevo programa estético desde una perspectiva mucho más poética, inoculando en las ya de por sí brumosas hechuras del slowcore una fascinación por lo onírico que revelaba tortuosas inquietudes espirituales (tanto Alan Sparkhaw como Mimi Parker, líderes y vocalistas del grupo, son mormones). El experimento funciona a las mil maravillas en sus dos primeros discos –I Could Live in Hope (1994) y Long Division (1995)-, donde encontramos refulgentes joyas como “Shame”, “Slide”, “Lullaby”, “Stay” o “Down”, verdaderas cumbres del género. Pero a partir del tercero, The Curtain Hits the Cast (1996), se empiezan a percibir serias fallas en su hasta entonces irreprochable discurso. Por un lado, exhiben una irrefrenable tendencia al edulcoramiento (voces cada vez más melifluas, nanas pretendidamente cautivadoras que resultan estomagantes…); y, por otro, asoma una vena “inquieta” que, tratando de expandir su sonido -aportando texturas y dinámicas armónicas novedosas-, termina naufragando en la pretenciosidad: drones interminables, indigestos acercamientos al out-rock, atmósferas “incomodas” que sólo provocan tedio… Trust (2002) supondría una excepción en su frustrante andadura posterior, con varios cortes en los que aparcan su proverbial (y empalagosa) dulzura y se vuelcan en la creación de atmosferas siniestras: la ominosa “Candy Girl”, las pesadillas gospel “John Prine” y “The Lamb”…

    A principios de los 90 aparece en Dallas (Texas) un combo que representará uno de los puntos álgidos del género, todo un modelo de rigor compositivo y apasionada sobriedad: Bedhead. Añadiendo tres guitarras a una dúctil y precisa base rítmica, los hermanos Kadane facturaron auténticas filigranas armónicas de gesto adusto. WhatFunLifeWas (1994) fue un debut excepcionalmente maduro, que ya contenía in nuce todo lo que desarrollarían con posterioridad en una trayectoria de admirable coherencia. Tan cerebrales como sensitivos, conjugaban en canciones como “Wind Down” o “Powder” una frialdad minimalista (expresada tanto en su canto, tenue y distante, como en unos desarrollos que devienen obsesivos) con la catálisis de trances hipnóticos virtualmente inacabables (a partir, generalmente, de patrones rítmicos velvetianos). Con Beheaded (1996) y Transaction de Novo (1998) siguen huyendo de la sobregesticulación y ahondan en un estoico sentido de la tristeza, llegando a conformar una estética de la contención rebosante de hallazgos formales. Excepcionales guitarristas, Matt Kadane, Bubba Kadane y Tench Coxe se sitúan en las antípodas del lucimiento exhibicionista: vuelcan en sus temas toda suerte de detalles medulares, que otorgan cuerpo a las canciones en lugar de sobrecargarlas. Una enredadera de frases y contrapuntos melódicos que propulsan el éxtasis emocional. “What´s Missing”, “More than Ever”, “Lares and Penates” o “The Present” son inmarcesibles odas al desconsuelo, labradas con una meticulosidad lindante con el math-rock, e imbuidas de un tono flemático, resignado hasta la desesperanza.

    Brian Mcmahan, mientras tanto, mantuvo encendida la llama de Slint con su nuevo proyecto The For Carnation. “Grace Beneath the Pines” y “Get and Stay Get March”, las dos piezas principales del EP Fight songs (1995) son semi-esbozos de canción inficionados de un sosiego intranquilizador. Parecen productos de una mente alienada: la obnubilación de un ensueño solipsista expresada desde el más completo aislamiento espiritual. Esta alucinada veta creativa alcanzaría su culmen con Marshmallows (1996), un disco indescifrable, cuyo perenne misterio brota de su mesmérica labor de abstracción. “I Wear the Gold”, por ejemplo, es un concentrado de la tensión y el sentido del suspense que hizo grandes a Slint, resuelto de forma más escueta y abrupta. Mcmahan exorciza demonios con desgana, susurrando desde un trance que suspende los sentidos y emponzoña el alma. En “Winter Lair” construye con dos acordes una placida pesadilla de la que uno no quiere despertar; mientras que en “Salo”, con su insidiosa sonda sónar y su enfermiza lírica, alcanza cotas de delirio inauditas: un rapto hipnótico enturbiado por perturbadoras visiones y sones moribundos. Marshmallows es el disco que Low hubieran deseado firmar en su empeño por conseguir la más extrema desazón sonora a partir de un mínimo de elementos. Es, en definitiva, una feliz anomalía incrustada en el curso de la música rock. Su último disco, por el contrario, supuso una relativa decepción. En efecto, el manierista The For Carnation (2000), aun contando con un buen número de temas sugestivos, parece plegarse a los estándares formales del slowcore, arrastrando, en consecuencia, la rémora de una despersonalización de su sonido (lo cual, en un caso como este, resulta doloroso).  

    En 1993 ve la luz el primer disco de Acetone, banda radicada en los Angeles que elabora un vibrante rock alternativo (línea Crazy Horse) colmado de inflexiones velvetianas. En Cindy, sin embargo, destacan dos temas que anuncian lo que está por venir: “Louise” y “No Need Swim”, somnolientos arrullos de indecible ternura, mecidos por una calma que parece suspendida en el tiempo. Tras el soberbio álbum de versiones de clásicos del country I Guess I Would (1995), donde ensayan con aletargados medios tiempos a fin de dar con una formula completamente personal, muestran los logros de su búsqueda en If You Only Knew (1996). Es ésta una de las obras más singulares del joven estilo, tristemente incomprendida en su momento. La guitarra de Mark Lightcap se licúa, abandonando prácticamente el rasgueo y entregándose a un punteado de excepcional sutileza. Richie Lee, bajista y vocalista de la banda, se afana por su parte en crear un clima templadamente introspectivo, que lima las aristas más tremendistas del slowcore y trata de reconducirlo a un punto entre la congoja y el sereno recogimiento. Parece querer exprimir sensaciones agridulces buceando en las simas periféricas del desánimo. Su murmullo responde a un auto-encapsulamiento emocional que, sin cargar las tintas trágicas, transmite un etéreo abatimiento. “If You Only Knew” o “In the Light” tejen austeros tapices que recogen las ondulaciones anímicas más sinuosas. Son canciones que vampirizan anhelos privados a través de un ensamblaje rítmico narcotizado. La secuencia final, “What I See”, “Nothing at All”, “Esque” y “Always Late”, conforma el más penetrante estudio de la soledad que ha legado la música popular en sus últimas décadas, dotado de un aura nocturna que, a la hora de buscar referentes apropiados, nos hace remontarnos al desolado fraseo de Chet Baker o al Miles Davis con sordina. El posterior Acetone (1996), mantiene la elevada calidad dentro de un conjunto menos cohesionado, donde reaparece su querencia por el country más reposado. “All the Time”, “Germs”, “Shobuz” o “Another Minute” acaban afianzándolos como maestros absolutos del slowcore. Con York Blvd. (2000), sin embargo, viraron hacia un rock más convencional, incrementando el dinamismo y optando por una mayor luminosidad. A pesar de haberse despojado de buena parte de sus rasgos distintivos, sus canciones siguen desprendiendo elegancia y sensibilidad. Su carrera se trunca dramáticamente un año después del lanzamiento del disco, debido al suicidio de Richie Lee.

    A mediados de década, surge en Australia un proyecto que reformula el ideario estético de los últimos Codeine, el cual es sometido a una estilización tan extrema que hace posible hablar de un slowcore “quintaesencial”. Los responsables son el cuarteto de Perth Bluetile Lounge, firmantes de dos obras esculpidas en magma helado: Lowercase (1995) y Half-Cut (1998). Los esquemas del White Birch se redefinen para expandir los tiempos ad infinitum. El formato canción quiebra sus márgenes, desplegando los desarrollos instrumentales en extensos soundscapes de espíritu hierático. La tristeza que dimana de su música, majestuosa e indolente, nace del más frio desapasionamiento. Lejos del cálido quebranto de Acetone, del lamento de rostro humano de Red House Painters o, incluso, del conmovedor derrotismo de Bedhead, la aflicción de Bluetile Lounge es aquella que brota de un alma vacía. La fúnebre letanía de un autómata, cuyos ecos acaban fosilizados en mármol y cristal.   

Dentro de unos parámetros asumidamente lo-fi, los californianos Duster ensayan una simplificación de las tramas armónicas de Bedhead que cristalizará en el minimalismo repetitivo de Stratosphere (1998). Lo que se gana en calidez se pierde en gravedad, conservando en todo momento, eso sí, la capacidad de sugestión. El posterior Contemporary Movement (2002) perfeccionará la fórmula, con cimas emocionales como “Get the Dutch” o “Me and the Birds”.

   El dúo escoces Arab Strap preludia la inminente decadencia del estilo. En 1998, lanzan su álbum Philophobia, aclamado en exceso por una crítica que cae rendida ante su contenido lírico (crudas confesiones de carácter sentimental vertidas en un tono entre vengativo y revanchista, cortesía de Aidan Moffat). Lamentablemente, éste se comprime en unas recitaciones acartonadas sobre un dudoso colchón musical (grisácea caja de ritmos y anémicas plantillas de guitarra; profusión de arreglos supuestamente sutiles…). En “Packs of Three”, por ejemplo, tratan de remedar los juegos armónicos de Bedhead, con resultados más bien toscos (a la par que petulantes). Y “I Would´ve Liked Me a Lot Last Night” muestra que por mucho que se repita un sencillo motivo melódico (y se acompase con sollozantes arreglos), si éste carece de inspiración no se da la respuesta emocional deseada. Las únicas canciones realmente valiosas son “My Favorite Muse”, de desarrollo ingrávido y aire espectral, y “Soaps”, balada con hammond de grato clasicismo. Por fortuna, con sus dos discos siguientes -Elephant Shoe (1999) y The Red Thread (2001)- fueron más lejos. El soliloquio de Moffat gana en soltura, el sonido adquiere mayor consistencia y, por fin, logra asomar el talento –también descienden las ganas de epatar, todo hay que decirlo-. “Autumnal”, “Hello Daylight” o “Screaming In the Trees” son absorbentes elegías de trémula belleza, entre cuyos pliegues se agita un desasosiego existencial plasmado con probidad. Los posteriores lanzamientos seguirían en esta línea ascendente, pero difícilmente pueden adscribirse al género.

    Otros representantes de este plomizo slowcore británico son Tram. Su música nace de un compromiso artístico menos presuntuoso que el de Mogwai o Arab Strap (proponen un lirismo intimista con sentido de la medida). Aun así, su discurso resulta más voluntarioso que convincente. Heavy Black Frame (1999) muestra un escrupuloso tratamiento de los ambientes, labrados con mimo y cuidado. Por desgracia, el material compositivo no está a la altura de la ejecución: en “Nothing Left to Say” plagian alegremente (es un decir) la línea melódica del “Femme Fatale” de la Velvet; y las demás canciones resultan bastante anodinas. Sólo “Reason Why”, preciosa y desolada, comparte la magia de sus excelsos modelos norteamericanos.

    La escena nacional entregó frutos más estimulantes que la anglosajona. Si bien no todo fue brillante (el grimoso tremendismo de La Banda Sonora de mi Funeral (2001), de Úrsula; La Primera Ópera envasada al vacío (2001) de Sr. Chinarro –estridente (y bien cargante) vehículo para la abúlica cantinela de Antonio Luque-…), sí que pueden señalarse verdaderos hitos, todavía pendientes de la necesaria reivindicación. El primero fue Adiós (1996), del quinteto barcelonés Paperhouse. Encomiable trasposición de las líneas maestras del slowcore al contexto del indie patrio, constituye un refinado trabajo de atmósfera: con la minuciosidad del orfebre, se cincelan texturas evanescentes desde un sentido del intimismo inédito, de angulosos perfiles y temple comatoso. A esto se le suma una lírica desconcertante, que parece recurrir a la escritura automática e incluso al cut-up. El resultado desprende una glacial inexpresividad anímica. Dos años más tarde aparece el debut de Polar, grupo valenciano consagrado al pop-rock ultrasensible: Sixteen Second Communication. Una joya como “Yellow Shell” ya anuncia el futuro esplendor de una carrera que supondrá la más depurada expresión del estilo en nuestro país.  A Letter to Stars (2002) es una radiante obra maestra que destila amargura y delicadeza a partes iguales. El modelo obvio es Galaxie 500, pero la riqueza melódica consigue que se trascienda sobradamente el mero ejercicio mimético.  El EP New Day (con la emocionante “Nothing Left To Say”, adornada por un violín digno de John Cale) y, sobre todo, Comes With a Smile (2004) terminan por coronarlos como artífices supremos del pop abatido (perfecta “No Chances”). En Sorrounded By Hapiness (2006) rinden culto a la factoría de maravillas de los hermanos Kadane (Bedhead y The New Year), asimilando con acierto la magia de su lacónica melancolía (la insuperable “Martin Eden”). Al igual que Polar, los mallorquines Satellites cantan en inglés e inician su andadura atendiendo al magisterio de pesos pesados del indie-rock (en su caso, la estela que conecta a The Smiths con Hefner). Pero a diferencia de aquéllos, su acercamiento al slowcore es tangencial. Eso no obsta para que pueda considerarse su Our Very Bright Darkness (2000) un notable referente del mismo. Tras su sólido debut, en el que demuestran saber hilvanar con destreza los mimbres emocionales de la canción -The Blue Box (1998)-, elaboran un distinguido vitral –de tonos apagados pero iridiscentes- donde la vehemencia melódica se atempera con envolventes climas saturados de misterio. El magnetismo de “Planet Crashes” o “Sol” modela con pausada intensidad este elegante ejercicio de sugestión estética, perlado de ensoñaciones. Si la melancolía de Paperhouse es hipnótica, y la de Polar resulta conmovedora, con Satellites se torna fascinante.

 

    A partir del cambio de década, se hace patente la condición poco longeva del género, hasta el punto de desaparecer prácticamente en sus aspectos formales característicos. Early Day Miners es una de las pocas excepciones en el nuevo milenio. Interesados en desarrollar una épica introspectiva de perfiles mortecinos, brindan obras meritorias como Let Us Garlands Brings (2002) o All Harm Ends Here (2005). Son álbumes de impecable factura formal, aunque quizás desprovistos del aliento que animara las obras mayores de los noventa. Éste seguirá presente en los 2000 gracias a los nuevos proyectos de algunos maestros veteranos. Es el caso de Mark Kozelek, quien, con Sun Kil Moon, continúa derrochando emoción mientras despoja paulatinamente de ornamentos su venerable libro de estilo. Un proceso de depuración formal que alcanza su zenit con una tetralogía de belleza casi preternatural: April (2008), Admiral Fell Promises (2010), Among the Leaves (2012) y Benji (2014). Igualmente, Los hermanos Kadane amplían los márgenes expresivos de sus diagramas de antaño para alumbrar el verdadero baluarte del slowcore de las últimas dos décadas: The New Year. La sutileza que hizo grandes a Bedhead, amplificada y reconvertida en un pop-rock no por más accesible menos descorazonador. Podemos mencionar su debut, Newness End (2001); o su último trabajo, Snow (2017); pero realmente toda su obra es maestra. Por último, debemos señalar la que quizás sea la aportación más importante procedente de un artista nuevo: los dos primeros discos de Barzin, My Life In Rooms (2006) y Notes to An Absent Lover (2009). Fuertemente influido por el trabajo de Mark Kozelek, Barzin es un cantautor canadiense obsesionado hasta límites insanos con las desavenencias sentimentales y la fragilidad del amor. La música se impregna, en consecuencia, de su arrebatado sentido del drama, adquiriendo tonalidades emocionalmente lesivas. Acaso sus letras sean en exceso lacrimógenas, pero en ningún caso invalidan un conjunto portentoso.

    Concluiremos esta escueta panorámica (inevitablemente incompleta) con un humilde alegato. Muchas veces se ha acusado al género de ser excesivamente “intelectual”; de exhibir unas ínfulas cargantes; de constituir, en suma, un irrisorio pasatiempo para audiencias snobs, ávidas de música “prestigiosa”. Desde luego, su entronque con el post-rock, etiqueta de moda entre la crítica noventera, contribuyó lo suyo a esparcir estos reproches. En realidad, pocas expresiones de la música popular son más sobrias, menos enfáticas. Disfrutar de este estilo en ningún caso exige perderse en complicadas elucubraciones intelectuales. Al contrario, se apela antes que nada a la sensibilidad del oyente, al reencuentro con una emoción prístina y desprejuiciada. Si esto exige esfuerzo alguno, es algo que atañe a condicionantes extrínsecos: la tiranía de la inmediatez, abusivamente impuesta por los escaparates del rock; la retórica habitual que convierte el imaginario emocional en meros clichés… Ahora bien, si se parte de la dogmática premisa de que el rock no debe en ningún caso desprenderse ni de su urgencia ni de los estereotipos sentimentales, poco podemos decir en defensa del slowcore.  

 

LAS 20 MEJORES CANCIONES

 1-Bedside Table (BEDHEAD, 1994)

2-Katy Song (RED HOUSE PAINTERS, 1993)

3-Salo (THE FOR CARNATION, 1996)

4- Saint Mary (SPARKLEHORSE, 1998)

5-The End is not Near (THE NEW YEAR, 2004)

6-Shobuz (ACETONE, 1996)

7-Realize (CODEINE, 1992)

8-The Dream Song (BARZIN, 2009)

9-Lapsis (BLUETILE LOUNGE, 1998)

10-Stay (LOW, 1995)

11-Washer (SLINT, 1991)

12-Red Apples (SMOG, 1997)

13-East Last Heart (SONGS:OHIA, 1998)

14- It´s So Cold Outside (POLAR, 2002)

15- If There Is Hope, It Lies In the Proles (SPOKANE, 2007)

16- Riding (PALACE BROTHERS, 1993)

17- Capitán Soledad (PAPERHOUSE, 1996)

18- Moorestown (SUN KIL MOON, 2008)

19- Reason Why (TRAM, 1999)

20- Rainy Season (SEAM, 1995)

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