HOMENAJE A UN GÉNERO OLVIDADO
LA ALEGRÍA DE LA HUERTA
BREVE HISTORIA DEL SLOWCORE
(Artículo publicado originalmente en Niño Futuro)
Ilustración de Célia Márquez Guerrero.
Como todo género musical de perfiles (relativamente) bien
delimitados, el slowcore no nació por generación espontánea. Al contrario, fue
el resultado de una intensa búsqueda estética que aglutinaba estímulos provenientes
de un amplio abanico de estilos: de las expresiones folk más sosegadas al dream-pop ochentero; pasando por el country sedado, la vertiente atmosférica del after-punk,
y el pop de cámara intimista cultivado desde finales de los sesenta. En este
sentido, podemos hablar de un conjunto ilimitado de influencias (Nick Drake, Tim BucKley, Nico, Gram Parsons, Leonard Cohen, The Blue Nile,
Cocteau Twins, Joy Division, American Music
Club…), de entre las cuales sobresale un antecedente primigenio inapelable:
el tercer disco de la Velvet Underground,
esa colección de canciones en duermevela que encapsulaba estados anímicos dulcemente
azorados. No es casual, desde luego, que las dos bandas más próximas en forma y
contenido al incipiente slowcore, The Cowboy
Junkies y Galaxie 500,
facturasen sendas versiones del inolvidable grupo neoyorquino.
Con todo, no puede obviarse que el slowcore eclosiona en un
marco creativo y cultural ciertamente concreto: una escena hardcore herida de muerte, que padece en sus propias carnes la
agonía de unos estilemas periclitados; los cuales, parecían desoír esa apelación
a una mayor profundidad emocional (y a la ralentización del ritmo) que resonaba
en la cara b del My war (Blak Flag). En
efecto, los estertores del primer hardcore alumbraron el (¿primer? -¿hubo
realmente continuación?-) slowcore. Del fulgurante intento de renovación de ese
hardcore maltrecho acometido por Slint
en su Spiderland (1991) –tras los crudos ensayos de Tweez
(1989)-, ven la luz tres canciones (“Don,
aman”, “Whaser” y “For dinner…”) que abren un campo
estilístico lleno de posibilidades. No en vano, la crítica lo acabó
considerando la piedra fundacional del post-rock, seudo-género de difusos contornos
al que se afiliaron grupos de vocación experimental, que siempre incluían en
sus trabajos descollantes momentos slowcore:
Rodan, Labradford, Tortoise, Bark Psychosis (y bandas tan
sobrevaloradas como Mogwai o Godspeed you Black Emperor!, que
testimonian que no todo lo que se metió en el saco del post-rock era oro) ...
La conexión hardcore
estaba igualmente presente en las apasionadas y robustas piezas de Seam (especialmente en los muy notables
Problem
with me (1993) y Are you Driving me Crazy (1995)); y,
sobre todo, en la primera obra maestra del género: Frigid Stars (1990), de Codeine. De ahí que el estilo pueda
considerarse epifenómeno natural del hardcore y, al mismo tiempo, inversión
acabada del mismo. Conserva determinadas cualidades sonoras del género madre, sobre
todo en cuanto a aspectos tímbricos y armónicos (de gran austeridad), amén de
retener la radicalidad emocional; pero representa su contrapunto rítmico perfecto:
la velocidad se sustituye por una exacerbada lentitud; las voces ásperas y rugientes
se tornan frágiles murmullos; los tiempos se dilatan y las atmósferas se cargan.
Formados en Nueva York en 1989, Codeine ofrecieron en Frigid Stars una apesadumbrada transcripción
sonora del más severo trastorno depresivo, materializado en cadencias reptantes
que hierven de fuzz (la hiper-saturada
guitarra de John Engle, sosteniendo las notas hasta el coma). Un hardcore
hipotenso y alicaído, de crepitante y abrasadora gelidez. El insólito maridaje
de introspección y contundencia cuasi-shabbatiana
se puliría progresivamente en el EP Barely Real (1992) y en su segundo
largo, The White Birch (1994). Es en este último donde la banda ofrece
un sonido de slowcore “puro”, diluyendo las mareas de distorsión y comprimiéndolas
en ocasionales fugas eléctricas de alcance catártico, que liberan toda la
tensión acumulada en los parsimoniosos desarrollos previos. Así, The
White Birch establece definitivamente los rasgos básicos del nuevo género:
envolventes guitarras cristalinas, reverberaciones que se alargan in extremis, pausas y silencios
inquietantes, espasmos eléctricos que quiebran tempos sosegados, ambientes pesarosos, voces dolientes y
ensimismadas, lacónicos pero contundentes patrones de batería…
Paralelamente a este proceso de consolidación, se desarrolla
un fenómeno de reivindicación del folk/country intimista (directamente
confesional en muchas de sus caracterizaciones) que acusa la influencia de este
nuevo estilo y hace acopio de buena parte de sus elementos. De este modo, las tradicionales
postales acústicas se tiñen de una tristeza sobrecogedora. Grupos como Smog, Palace Brothers, Tarnation,
Lambchop, Mojave 3, Drunk (y su
siguiente encarnación, Spokane), Dakota Suite o Sparklehorse incorporan las cadencias lentas a las tonadas
campestres, inundando de melancolía sus desgarradores relatos en primera
persona. En cualquier caso, la música de todos ellos trasciende la delimitación
genérica; tan compleja, rica e incluso ecléctica suena a día de hoy. Los más
talentosos de esta hornada (y los más cercanos en espíritu y sonido al
slowcore) son los californianos Red
House Painters. La banda de Mark Kozelek, egregio poeta del rock y el más
grande compositor de las últimas décadas junto con Jason Molina (quien también
recibió la influencia del slowcore en Songs:Ohia
y Magnolia Electric co.), entregó
verdaderos monumentos a la desolación y a la zozobra sentimental, vertidos en
inmaculados álbumes como Down Colorful Hill (1992) o Songs for a Blue Guitar (1996). Pesimista
crónico y ególatra recalcitrante, Kozelek adorna sus lamentos con compungidos
arpegios pastoriles en una serie de viñetas impresionistas de hondo calado
humano. Tan proclive a la autocompasión como al autoflagelamiento, es un
despiadado retratista de las miserias del corazón (a través del exhaustivo análisis
de unas relaciones afectivas más bien disfuncionales). Su prodigioso talento
melódico encuentra la mejor plasmación en una languidez acústica -a veces
perturbada por rugosas disonancias- que, no obstante, en ocasiones bordea
peligrosamente el paisajismo más esteticista.
Los Idaho de Jeff
Martin, también de California, trasladaron el lamento de Mark Kozelek al
registro eléctrico, derramando existencialismo adolescente sobre un rock
anestesiado con sobredosis de adormidera. El material de Year After Year (1993)
parece un grunge desacelerado, impregnado de gravedad y pesimismo. El
desangelado escenario urbano inspira salmodias nihilistas que se arrastran
sobre disonantes muros de feedback. Su
tumultuoso angst, empero, no siempre
se encauza con la debida finura, y en numerosos momentos rozan la caricatura efectista.
El estilo vocal de Martin –voz tenor semi-amodorrada con giros “desgarrados”-
tampoco se presta a la mesura, por otro lado. Los réditos artísticos de This
Way out (1994) son quizás superiores, a pesar del lastre, en verdad
irritante, de ciertos lugares comunes del rock alternativo de la época. Este
desequilibrio congénito marcará su trayectoria posterior (con puntuales
destellos de inspiración).
Low fueron
precoces estudiosos del libro de estilo de los últimos Codeine; y para muchos,
los más brillantes. Procedentes de Duluth (Minesotta), se aproximaron al nuevo
programa estético desde una perspectiva mucho más poética, inoculando en las ya
de por sí brumosas hechuras del slowcore una fascinación por lo onírico que
revelaba tortuosas inquietudes espirituales (tanto Alan Sparkhaw como Mimi
Parker, líderes y vocalistas del grupo, son mormones). El experimento funciona
a las mil maravillas en sus dos primeros discos –I Could Live in Hope
(1994) y Long Division (1995)-, donde encontramos refulgentes joyas como
“Shame”, “Slide”, “Lullaby”, “Stay” o “Down”, verdaderas cumbres del género. Pero a partir del tercero, The
Curtain Hits the Cast (1996), se empiezan a percibir serias fallas en
su hasta entonces irreprochable discurso. Por un lado, exhiben una irrefrenable
tendencia al edulcoramiento (voces cada vez más melifluas, nanas pretendidamente
cautivadoras que resultan estomagantes…); y, por otro, asoma una vena “inquieta”
que, tratando de expandir su sonido -aportando texturas y dinámicas armónicas
novedosas-, termina naufragando en la pretenciosidad: drones interminables,
indigestos acercamientos al out-rock, atmósferas “incomodas” que sólo provocan
tedio… Trust (2002) supondría una excepción en su frustrante andadura
posterior, con varios cortes en los que aparcan su proverbial (y empalagosa)
dulzura y se vuelcan en la creación de atmosferas siniestras: la ominosa “Candy Girl”, las pesadillas gospel “John Prine” y “The Lamb”…
A principios de los 90 aparece en Dallas (Texas)
un combo que representará uno de los puntos álgidos del género, todo un modelo
de rigor compositivo y apasionada sobriedad: Bedhead. Añadiendo tres guitarras a una dúctil y precisa base
rítmica, los hermanos Kadane facturaron auténticas filigranas armónicas
de gesto adusto. WhatFunLifeWas (1994) fue un debut excepcionalmente maduro, que
ya contenía in nuce todo lo que
desarrollarían con posterioridad en una trayectoria de admirable coherencia.
Tan cerebrales como sensitivos, conjugaban en canciones como “Wind Down” o “Powder” una frialdad minimalista (expresada tanto en su canto,
tenue y distante, como en unos desarrollos que devienen obsesivos) con la catálisis
de trances hipnóticos virtualmente inacabables (a partir, generalmente, de
patrones rítmicos velvetianos). Con Beheaded (1996) y Transaction
de Novo (1998) siguen huyendo de la sobregesticulación y ahondan en un estoico
sentido de la tristeza, llegando a conformar una estética de la contención
rebosante de hallazgos formales. Excepcionales guitarristas, Matt Kadane, Bubba
Kadane y Tench Coxe se sitúan en las antípodas del lucimiento exhibicionista:
vuelcan en sus temas toda suerte de detalles medulares, que otorgan cuerpo a
las canciones en lugar de sobrecargarlas. Una enredadera de frases y contrapuntos
melódicos que propulsan el éxtasis emocional. “What´s Missing”, “More than
Ever”, “Lares and Penates” o “The Present” son inmarcesibles odas al
desconsuelo, labradas con una meticulosidad lindante con el math-rock, e imbuidas de un tono
flemático, resignado hasta la desesperanza.
Brian Mcmahan, mientras tanto, mantuvo encendida
la llama de Slint con su nuevo proyecto The
For Carnation. “Grace Beneath the
Pines” y “Get and Stay Get March”,
las dos piezas principales del EP Fight songs (1995) son semi-esbozos
de canción inficionados de un sosiego intranquilizador. Parecen productos de
una mente alienada: la obnubilación de un ensueño solipsista expresada desde el
más completo aislamiento espiritual. Esta alucinada veta creativa alcanzaría su
culmen con Marshmallows (1996), un disco indescifrable, cuyo perenne
misterio brota de su mesmérica labor de abstracción. “I Wear the Gold”, por ejemplo, es un concentrado de la tensión y
el sentido del suspense que hizo grandes a Slint, resuelto de forma más escueta
y abrupta. Mcmahan exorciza demonios con desgana, susurrando desde un trance que
suspende los sentidos y emponzoña el alma. En “Winter Lair” construye con dos acordes una placida pesadilla de la
que uno no quiere despertar; mientras que en “Salo”, con su insidiosa sonda sónar y su enfermiza lírica, alcanza
cotas de delirio inauditas: un rapto hipnótico enturbiado por perturbadoras visiones
y sones moribundos. Marshmallows es el disco que Low hubieran deseado firmar en su empeño
por conseguir la más extrema desazón sonora a partir de un mínimo de elementos.
Es, en definitiva, una feliz anomalía incrustada en el curso de la música rock.
Su último disco, por el contrario, supuso una relativa decepción. En efecto, el
manierista The For Carnation (2000), aun contando con un buen número de
temas sugestivos, parece plegarse a los estándares formales del slowcore,
arrastrando, en consecuencia, la rémora de una despersonalización de su sonido (lo
cual, en un caso como este, resulta doloroso).
En 1993 ve la luz el primer disco de Acetone, banda radicada en los Angeles
que elabora un vibrante rock alternativo (línea Crazy Horse) colmado de
inflexiones velvetianas. En Cindy, sin embargo, destacan dos
temas que anuncian lo que está por venir: “Louise”
y “No Need Swim”, somnolientos arrullos
de indecible ternura, mecidos por una calma que parece suspendida en el tiempo.
Tras el soberbio álbum de versiones de clásicos del country I
Guess I Would (1995), donde ensayan con aletargados medios tiempos a
fin de dar con una formula completamente personal, muestran los logros de su
búsqueda en If You Only Knew (1996). Es ésta una de las obras más
singulares del joven estilo, tristemente incomprendida en su momento. La
guitarra de Mark Lightcap se licúa, abandonando prácticamente el rasgueo y entregándose
a un punteado de excepcional sutileza. Richie Lee, bajista y vocalista de la
banda, se afana por su parte en crear un clima templadamente introspectivo, que
lima las aristas más tremendistas del slowcore y trata de reconducirlo a un punto
entre la congoja y el sereno recogimiento. Parece querer exprimir sensaciones
agridulces buceando en las simas periféricas del desánimo. Su murmullo responde
a un auto-encapsulamiento emocional que, sin cargar las tintas trágicas, transmite
un etéreo abatimiento. “If You Only Knew”
o “In the Light” tejen austeros
tapices que recogen las ondulaciones anímicas más sinuosas. Son canciones que
vampirizan anhelos privados a través de un ensamblaje rítmico narcotizado. La
secuencia final, “What I See”, “Nothing at All”, “Esque” y “Always Late”, conforma
el más penetrante estudio de la soledad que ha legado la música popular en sus últimas
décadas, dotado de un aura nocturna que, a la hora de buscar referentes
apropiados, nos hace remontarnos al desolado fraseo de Chet Baker o al Miles
Davis con sordina. El posterior Acetone (1996), mantiene la elevada
calidad dentro de un conjunto menos cohesionado, donde reaparece su querencia
por el country más reposado. “All the
Time”, “Germs”, “Shobuz” o “Another Minute” acaban afianzándolos como maestros absolutos del
slowcore. Con York Blvd. (2000), sin embargo, viraron hacia un rock más
convencional, incrementando el dinamismo y optando por una mayor luminosidad. A
pesar de haberse despojado de buena parte de sus rasgos distintivos, sus
canciones siguen desprendiendo elegancia y sensibilidad. Su carrera se trunca dramáticamente
un año después del lanzamiento del disco, debido al suicidio de Richie Lee.
A mediados de década, surge en Australia un proyecto que reformula el ideario estético de los últimos Codeine, el cual es sometido a una estilización tan extrema que hace posible hablar de un slowcore “quintaesencial”. Los responsables son el cuarteto de Perth Bluetile Lounge, firmantes de dos obras esculpidas en magma helado: Lowercase (1995) y Half-Cut (1998). Los esquemas del White Birch se redefinen para expandir los tiempos ad infinitum. El formato canción quiebra sus márgenes, desplegando los desarrollos instrumentales en extensos soundscapes de espíritu hierático. La tristeza que dimana de su música, majestuosa e indolente, nace del más frio desapasionamiento. Lejos del cálido quebranto de Acetone, del lamento de rostro humano de Red House Painters o, incluso, del conmovedor derrotismo de Bedhead, la aflicción de Bluetile Lounge es aquella que brota de un alma vacía. La fúnebre letanía de un autómata, cuyos ecos acaban fosilizados en mármol y cristal.
Dentro de unos parámetros asumidamente lo-fi, los californianos Duster ensayan una simplificación de las tramas armónicas de Bedhead que cristalizará en el minimalismo repetitivo de Stratosphere (1998). Lo que se gana en calidez se pierde en gravedad, conservando en todo momento, eso sí, la capacidad de sugestión. El posterior Contemporary Movement (2002) perfeccionará la fórmula, con cimas emocionales como “Get the Dutch” o “Me and the Birds”.
El dúo escoces Arab Strap preludia la inminente decadencia del estilo. En 1998,
lanzan su álbum Philophobia, aclamado en exceso por una crítica que cae rendida
ante su contenido lírico (crudas confesiones de carácter sentimental vertidas
en un tono entre vengativo y revanchista, cortesía de Aidan Moffat). Lamentablemente,
éste se comprime en unas recitaciones acartonadas sobre un dudoso colchón musical
(grisácea caja de ritmos y anémicas plantillas de guitarra; profusión de
arreglos supuestamente sutiles…). En “Packs
of Three”, por ejemplo, tratan de remedar los juegos armónicos de Bedhead,
con resultados más bien toscos (a la par que petulantes). Y “I Would´ve Liked Me a Lot Last Night” muestra
que por mucho que se repita un sencillo motivo melódico (y se acompase con
sollozantes arreglos), si éste carece de inspiración no se da la respuesta
emocional deseada. Las únicas canciones realmente valiosas son “My Favorite Muse”, de desarrollo
ingrávido y aire espectral, y “Soaps”,
balada con hammond de grato clasicismo. Por fortuna, con sus dos discos
siguientes -Elephant Shoe (1999) y The Red Thread (2001)- fueron más
lejos. El soliloquio de Moffat gana en soltura, el sonido adquiere mayor consistencia
y, por fin, logra asomar el talento –también descienden las ganas de epatar,
todo hay que decirlo-. “Autumnal”, “Hello Daylight” o “Screaming In the Trees” son absorbentes elegías de trémula belleza,
entre cuyos pliegues se agita un desasosiego existencial plasmado con probidad.
Los posteriores lanzamientos seguirían en esta línea ascendente, pero
difícilmente pueden adscribirse al género.
Otros
representantes de este plomizo slowcore británico son Tram. Su música nace de un compromiso artístico menos presuntuoso
que el de Mogwai o Arab Strap (proponen un lirismo intimista con sentido de la
medida). Aun así, su discurso resulta más voluntarioso que convincente. Heavy
Black Frame (1999) muestra un escrupuloso tratamiento de los ambientes,
labrados con mimo y cuidado. Por desgracia, el material compositivo no está a
la altura de la ejecución: en “Nothing Left to Say” plagian alegremente (es un
decir) la línea melódica del “Femme
Fatale” de la Velvet; y las demás canciones resultan bastante anodinas.
Sólo “Reason Why”, preciosa y
desolada, comparte la magia de sus excelsos modelos norteamericanos.
La escena nacional entregó frutos
más estimulantes que la anglosajona. Si bien no todo fue brillante (el grimoso
tremendismo de La Banda Sonora de mi Funeral (2001), de Úrsula; La Primera Ópera envasada al vacío
(2001) de Sr. Chinarro –estridente (y
bien cargante) vehículo para la abúlica cantinela de Antonio Luque-…), sí que
pueden señalarse verdaderos hitos, todavía pendientes de la necesaria
reivindicación. El primero fue Adiós (1996), del quinteto
barcelonés Paperhouse. Encomiable
trasposición de las líneas maestras del slowcore al contexto del indie patrio, constituye un refinado
trabajo de atmósfera: con la minuciosidad del orfebre, se cincelan texturas
evanescentes desde un sentido del intimismo inédito, de angulosos perfiles y
temple comatoso. A esto se le suma una lírica desconcertante, que parece
recurrir a la escritura automática e incluso al cut-up. El resultado desprende una glacial inexpresividad anímica. Dos años más tarde aparece el debut de Polar, grupo valenciano consagrado al
pop-rock ultrasensible: Sixteen Second Communication. Una
joya como “Yellow Shell” ya anuncia
el futuro esplendor de una carrera que supondrá la más depurada expresión del
estilo en nuestro país. A Letter
to Stars (2002) es una radiante obra maestra que destila amargura y
delicadeza a partes iguales. El modelo obvio es Galaxie 500, pero la riqueza
melódica consigue que se trascienda sobradamente el mero ejercicio mimético. El EP New Day (con la emocionante “Nothing Left To Say”, adornada por un violín
digno de John Cale) y, sobre todo, Comes With a Smile (2004) terminan
por coronarlos como artífices supremos del pop abatido (perfecta “No Chances”). En Sorrounded By Hapiness
(2006) rinden culto a la factoría de maravillas de los hermanos Kadane (Bedhead
y The New Year), asimilando con acierto la magia de su lacónica melancolía (la
insuperable “Martin Eden”). Al igual
que Polar, los mallorquines Satellites
cantan en inglés e inician su andadura atendiendo al magisterio de pesos
pesados del indie-rock (en su caso, la estela que conecta a The Smiths con
Hefner). Pero a diferencia de aquéllos, su acercamiento al slowcore es
tangencial. Eso no obsta para que pueda considerarse su Our Very Bright Darkness (2000)
un notable referente del mismo. Tras su sólido debut, en el
que demuestran saber hilvanar con destreza los mimbres emocionales de la
canción -The Blue Box (1998)-, elaboran un distinguido vitral –de tonos apagados
pero iridiscentes- donde la vehemencia melódica se atempera con envolventes
climas saturados de misterio. El magnetismo de “Planet Crashes” o “Sol”
modela con pausada intensidad este elegante ejercicio de sugestión estética,
perlado de ensoñaciones. Si la melancolía de Paperhouse es hipnótica, y la de
Polar resulta conmovedora, con Satellites se torna fascinante.
A partir del cambio de década, se hace patente la
condición poco longeva del género, hasta el punto de desaparecer prácticamente en
sus aspectos formales característicos. Early
Day Miners es una de las pocas excepciones en el nuevo milenio. Interesados
en desarrollar una épica introspectiva de perfiles mortecinos, brindan obras meritorias
como Let
Us Garlands Brings (2002) o All Harm Ends Here (2005). Son
álbumes de impecable factura formal, aunque quizás desprovistos del aliento que
animara las obras mayores de los noventa. Éste seguirá presente en los 2000
gracias a los nuevos proyectos de algunos maestros veteranos. Es el caso de
Mark Kozelek, quien, con Sun Kil Moon,
continúa derrochando emoción mientras despoja paulatinamente de ornamentos su
venerable libro de estilo. Un proceso de depuración formal que alcanza su zenit
con una tetralogía de belleza casi preternatural: April (2008), Admiral
Fell Promises (2010), Among the Leaves (2012) y Benji
(2014). Igualmente, Los hermanos Kadane amplían los márgenes expresivos de sus
diagramas de antaño para alumbrar el verdadero baluarte del slowcore de las
últimas dos décadas: The New Year. La
sutileza que hizo grandes a Bedhead, amplificada y reconvertida en un pop-rock
no por más accesible menos descorazonador. Podemos mencionar su debut, Newness
End (2001); o su último trabajo, Snow (2017); pero realmente toda su
obra es maestra. Por último, debemos señalar la que quizás sea la aportación
más importante procedente de un artista nuevo: los dos primeros discos de Barzin, My Life In Rooms (2006) y
Notes to An Absent Lover (2009). Fuertemente
influido por el trabajo de Mark Kozelek, Barzin es un cantautor canadiense obsesionado
hasta límites insanos con las desavenencias sentimentales y la fragilidad del
amor. La música se impregna, en consecuencia, de su arrebatado sentido del
drama, adquiriendo tonalidades emocionalmente lesivas. Acaso sus letras sean en
exceso lacrimógenas, pero en ningún caso invalidan un conjunto portentoso.
Concluiremos esta escueta panorámica
(inevitablemente incompleta) con un humilde alegato. Muchas veces se ha acusado
al género de ser excesivamente “intelectual”; de exhibir unas ínfulas cargantes;
de constituir, en suma, un irrisorio pasatiempo para audiencias snobs, ávidas
de música “prestigiosa”. Desde luego, su entronque con el post-rock, etiqueta
de moda entre la crítica noventera, contribuyó lo suyo a esparcir estos
reproches. En realidad, pocas expresiones de la música popular son más sobrias,
menos enfáticas. Disfrutar de este estilo en ningún caso exige perderse en
complicadas elucubraciones intelectuales. Al contrario, se apela antes que nada
a la sensibilidad del oyente, al reencuentro con una emoción prístina y
desprejuiciada. Si esto exige esfuerzo alguno, es algo que atañe a
condicionantes extrínsecos: la tiranía de la inmediatez, abusivamente impuesta
por los escaparates del rock; la retórica habitual que convierte el imaginario emocional
en meros clichés… Ahora bien, si se parte de la dogmática premisa de que el
rock no debe en ningún caso desprenderse ni de su urgencia ni de los
estereotipos sentimentales, poco podemos decir en defensa del slowcore.
LAS 20 MEJORES CANCIONES
1-Bedside Table (BEDHEAD,
1994)
2-Katy Song (RED HOUSE PAINTERS, 1993)
3-Salo (THE FOR CARNATION, 1996)
4- Saint Mary (SPARKLEHORSE, 1998)
5-The End is not Near (THE NEW YEAR, 2004)
6-Shobuz (ACETONE, 1996)
7-Realize (CODEINE, 1992)
8-The Dream Song (BARZIN, 2009)
9-Lapsis (BLUETILE LOUNGE, 1998)
10-Stay (LOW, 1995)
11-Washer (SLINT, 1991)
12-Red Apples (SMOG, 1997)
13-East Last Heart (SONGS:OHIA, 1998)
14- It´s So Cold Outside (POLAR, 2002)
15- If There Is Hope, It Lies In the Proles
(SPOKANE, 2007)
16- Riding (PALACE BROTHERS, 1993)
17- Capitán Soledad (PAPERHOUSE, 1996)
18- Moorestown (SUN KIL MOON, 2008)
19- Reason Why (TRAM, 1999)
20- Rainy Season (SEAM, 1995)

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