BLAKE, MÍSTICO SALVAJE. LAS DOS FUENTES DEL ANTINOMIANISMO BLAKEANO (IV)
TESTIGO CONTRA LA BESTIA
All the good things are sleep in the human world…
Magnolia Electric Co. (In
the Human World)
La Ley Moral, como
ya se ha dicho, nace de la subyugación del deseo, acometida sistemáticamente por
la Razón. Urizen, al extender su red de religión por el vasto campo del
pensamiento, forzó tal desarreglo en su contextura energética que acabó desnaturalizándolo
por completo. La hermandad del Libre Espíritu reaccionó, apelando a un
sentido de la soberanía interior que preludiaba la postura de Blake; esto es: impugnando duramente la prescripción normativa de
las instituciones y los requerimientos de la moral. Por otro lado, los ecos
marcionitas no dejaban de resonar en la mayor parte de los textos que los disidentes
radicales consagraron a las relaciones entre la fe y la moral; y en donde, por
lo general, esta última no salía bien parada. La ley del antiguo testamento -ésta era la idea fundamental- se contraponía
abiertamente a la libertad que otorgaba la fe. Blake, por supuesto, incorporó
el mensaje a su obra con su proverbial vigor expositivo:
Las leyes de los judíos eran (tanto
ceremoniales como reales) las más degradantes y opresivas de todos los códigos humanos,
y habiendo sido dadas como todos los demás códigos bajo la apariencia de ser un
mandato divino no eran más que, tal como Cristo declaró, la abominación que
lleva a la desolación, es decir, una religión de estado, en la cual se halla el
origen de toda crueldad.
(Anotaciones a una Apología de la
Biblia)
El rechazo al
deísmo (en su forma más degenerada: la completa sumisión a la razón
instrumental(1)), vuelve a aparecer en
este fragmento, toda vez que al referirse a la “religión de estado” alude al
mismo tiempo a la institucionalización de un nomos convertido, en consecuencia, en instrumento de coacción. La ley mosaica, de este modo, debe ser impugnada
con total rotundidad, aun a despecho de contradecir hipotéticos asertos
evangélicos que no casan del todo bien con el temple levantisco del Jesús de
Blake. Baste remitirse a El Evangelio Permanente
o a ciertos pasajes de El Matrimonio para
constatar que la semblanza de este Jesús poco tiene que ver con esa mansedumbre
y docilidad tradicionalmente atribuidas a su carácter y a sus exhortaciones. Un
ejemplo notable, extraído de este último, sería el provocador alegato que el demonio
de la llama espeta al ángel de la nube en la Memorable Fantasía de las planchas 22-24:
Si Jesucristo es el más grande de todos los
hombres, deberías amarle en el mayor de los grados. Pues bien, te voy a contar
cómo sancionó los Diez Mandamientos: ¿No se burló del sabbath, y por tanto del
Dios del sabbath? ¿No mató a aquellos que fueron muertos por su causa? ¿No apartó
la ley de la mujer adúltera? ¿No robó el trabajo de otros para sustentarse él
mismo? ¿No cayó en falso testimonio cuando rehusó defenderse ante Pilatos? ¿No
fue codicioso al rogar por sus discípulos, y al pedirles que sacudieran el
polvo de sus sandalias y lo arrojasen contra quienes les negaban el albergue? Por
eso, te digo, no puede haber virtud alguna sin romper antes estos Diez Mandamientos:
Jesús era todo virtud y actuaba por impulsos, no por reglas.
La visión concluye
refiriendo un verdadero “matrimonio”: el ángel se funde en un abrazo con la
llama y se eleva al cielo como el profeta Elías. Este enlace no tiene nada que
ver con una “reconciliación”, término que en Blake suele tener un sentido
negativo. La reconciliación implica siempre la merma de buena parte de la
energía libidinal, un represivo aquietamiento de las pasiones de consecuencias
catastróficas, que ni satisface a nuestra naturaleza angélica, ni a nuestra
naturaleza animal. Por eso la Ley Moral, que impone su yugo tanto al buey como
al león, es una fuente de neurosis: engaña al buey, obligándole a aceptar un
burdo –y peligroso- subterfugio (la fiera depredadora como su igual), mientras que hace del león una
bestia desdichada y miserable. Es la misma moral que levanta prisiones con piedras
de ley y construye burdeles con ladrillos de religión. Sus efectos son nocivos
para todo el cuerpo social, pero se asumen gustosamente desde el poder porque redundan
siempre en beneficio de éste. De esta forma, nos topamos nuevamente con ese
Poder Terrenal que supervisa todos los órdenes socio-culturales (moral,
religión, educación…) como una hidra de múltiples cabezas; la gran bestia negra
del gnóstico y del disidente inglés del s. XVII (referentes incuestionables
del antinomianismo de Blake).
Gnosticismo
cristiano y puritanismo disidente… Dos movimientos extraordinariamente complejos
en todos los sentidos (en ambos casos: numero ingente de sectas y escuelas, sincretismo
desbordado, antinomianismo recalcitrante, gran cantidad de obra escrita -esotérica
y exotérica- perdida, censurada o destruida, conflictos permanentes con las
autoridades y el pensamiento oficial…). Al
decir de muchos, la tradición que proporcionó el ensamblaje -espiritual y filosófico-
entre ambas corrientes, atendiendo como mínimo al espectro moral, es el luteranismo.
No debemos olvidar, no obstante, que las sectas disidentes en Inglaterra se
opusieron enérgicamente tanto al catolicismo como al anglicanismo, religión
oficial adscrita a la reforma. ¿Resulta tan determinante en la obra de Blake
esa herencia luterana a la cual Harold Bloom responsabilizaba de todo el movimiento
romántico? ¿Podemos decir que el antinomianismo blakeano bebe directamente de
la concepción luterana de la fe?
En Lutero, como es
sabido, tanto la cuestión de las “obras humanas” como la relativa a la
autonomía de la conciencia moral se insertan en las coordenadas de la teología de la cruz. En la disputa de
Heildelberg de 1518, estableció las bases de su theologia crucis como reacción consciente y firme a una supuesta theologia gloriae que, a base de especulación
racional(ista), lograba eliminar las barreras entre el conocimiento natural y
el sobrenatural; algo abominable a los ojos del reformador, quien pensaba que con
ello la teología sucumbía a un aristotelismo capaz de desvirtuar las conquistas
paulinas y agustinianas (“Aristóteles es a la teología lo que las tinieblas a
la luz” o “la Ética completa de Aristóteles es el mayor enemigo de la gracia”
son algunas de las perlas que dedica al estagirita (2)). Por supuesto, esa teología de la gloria estaba representada por la Escolástica, la
venerable tradición que moldeó la ortodoxia medieval partiendo de la
concordancia entre la fe y la razón (subordinando la segunda a la primera en
todo momento), y que Alberto Magno y Tomas de Aquino llevaron a su cenit en el siglo
XIII.
Al basarse en un
Dios de la Razón, los escolásticos perfilaban unos atributos divinos que nada
tenían que ver con la concepción kenótica
del Dios sufriente de Lutero, sensible siempre al dolor de sus criaturas, atento
a sus esperanzas y tribulaciones. Nada más lejos de esta caracterización del deus absconditus luterano,
rastreable en los padecimientos y la aflicción, en el escándalo y la locura (la
cruz), que los rasgos arquetípicos del primer motor aristotélico, imperturbable
e indiferente a todo lo que no sea su propia labor intelectiva (generador, desde
la más lejana –y aséptica- distancia, de la dynamis
erótica que sostiene el mundo); o que la serena majestad del Bien platónico,
ese pináculo de la región de los eide
que ilumina todo lo real sin comprometer su naturaleza ultra-trascendente (sin
hacer aprecio, en cierto sentido, de aquello que ilumina). Para Lutero, el
Cristo de san Jerónimo y de los “sofistas” escolásticos es de la misma
raigambre pagana, “un cristo inútil”. Según él (y en esto Blake le seguirá), el
problema atañe al ejercicio sobredimensionado de la labor abstractiva. En lugar
de adentrarse por la única vía de conocimiento valida, que no requiere de propedéuticas
ni de artificiosas elucubraciones (ya que sólo requiere una honda y sincera
toma de conciencia respecto de nuestra naturaleza dañada), la escolástica privilegió
la especulación y el constante recurso a la analogía. Esto aparece en las famosas tesis de la Controversia
de Hilderberg, donde ataca sin ambages al teísmo de cuño escolástico,
eminentemente racional. No cuesta ver en cada una de ellas, desde luego, claras
alusiones a las vías tomistas del conocimiento:
19. No puede llamarse
en justicia teólogo el que crea que las realidades invisibles de Dios pueden aprehenderse
a partir de lo creado.
20. El verdadero
teólogo es quien aprehende las realidades visibles e inferiores de Dios a
partir de la pasión y de la cruz.
22. La sabiduría que
considera las realidades invisibles de Dios a partir de las obras infla, ciega
y endurece totalmente
Por supuesto, debemos
entender las referencias a las "realidades visibles de Dios" atendiendo a la tortuosa
soteriología de Lutero: lo que Dios muestra al mundo no es su rostro glorioso,
sino su humanidad, locura y necedad, tal y como lo expresó san Pablo. Cristo,
Dios Todopoderoso hecho carne pecadora, albergará en su mismo seno todas las
flaquezas habidas y por haber; esto es, se hace pecado para poder matar al pecado.
La cristología luterana revoca de este modo la contemplación beatifica de la
esencia divina, en su sentido genuino de theoria,
en nombre de un examen teológico a la luz de las posteriora Dei: la pasión y la cruz como “espaldas de Dios”.
Llegados a este punto,
debemos resaltar la similitud entre la refutación luterana del teísmo racional, sintetizada en las tesis de la Controversia de Hilderberg, y la que
Blake efectúa con respecto al deísmo
de su época. Ambas guardan un asombroso parecido. Parten, de hecho, de premisas
idénticas. Y aunque en ningún caso pueda decirse que las corrientes contra las
que reaccionan sean asimilables (antes al contrario: son en último término
aceite y agua), la enjundia del caso radica en que ambas engloban fenómenos
culturales y cosmovisiones aquejadas por los mismos males congénitos. En su
breve y extraordinario There Is No
Natural Religion, Blake compendia en unos pocos aforismos el error del proyecto
deísta, que no es otro que la claudicación ante el designio urizenico. Los principios
fundamentales del empirismo clásico son sometidos a una reductio ad absurdum tan sucinta como eficaz. Primeramente, parte
de los supuestos básicos del conocimiento natural:
El Hombre no Puede percibir
de manera natural sino a través de sus órganos naturales o corporales.
Desde una percepción de
sólo tres sentidos o tres elementos nadie podría deducir un cuarto o quinto.
Los deseos del hombre
están limitados por sus percepciones; nadie puede desear aquello que no ha percibido.
Los deseos y percepciones
del hombre no enseñados sino por los órganos sensoriales deben estar limitados
a objetos sensoriales.
En la segunda parte de la obra, se desmiente todo lo anterior
al afirmar la hegemonía del Deseo, incapaz de limitarse a la cruel ecuación de
la ratio moderna:
La razón o la ratio de
todo lo que ya hemos conocido no es la misma que será cuando conozcamos más.
Lo limitado es
aborrecido por su poseedor. La misma vuelta aburrida, incluso de un universo,
se convertirá pronto en un molino de complicadas ruedas.
El deseo del Hombre es
Infinito, la posesión es Infinita y él mismo es Infinito.
La conclusión se impone por sí sola, revelando el sagrado
hontanar de donde mana la propia humanidad, el genio poético y nuestra sed de
absoluto; abriendo, por añadidura, la posibilidad de que la carne se haga logos:
Si no fuera por el
carácter Poético o Profético, lo Filosófico y lo Experimental estarían pronto
en la ratio de todas las cosas, y permanecerían quietos, incapaces de hacer
otra cosa que repetir de nuevo la misma vuelta aburrida.
Aplicación: Aquel que
ve el Infinito en todas las cosas ve a Dios. Aquel que sólo ve la Ratio sólo se
ve a sí mismo.
Por lo tanto, Dios se
vuelve como nosotros para que nosotros podamos ser como él es.
Este carácter poético
es el mismo al que Blake aludirá en la memorable plancha 11 de El Matrimonio (aquél del que se servían
los antiguos poetas para percibir el genio
de cada cosa), en donde esboza su particular genealogía de la Religión. El gran
crimen del deísmo, tal y como allí se refiere, consistiría en desarraigar al
hombre del ámbito de lo eterno, abstrayendo de lo real el elemento divino,
verdadero substrato, y reificando las “deidades mentales”.
Acaso ahora puedan
verse de forma algo más nítida esos puntos de contacto entre Lutero y Blake a
los que nos referíamos. Para ambos es absurdo explicar la realidad divina partiendo
de las cosas sensibles o fijando como parámetros los límites de la naturaleza.
La religión natural, tras desentenderse de Dios y del espíritu, acaba traicionando
al mundo mismo de la generación, sirviendo en última instancia a Urizen
(llamado “Satán” en su forma caída). La teología escolástica, por su parte, no
se percataría de la necesidad de inhabilitar la esfera conceptual de las “obras”,
de la ley, de lo creado en general, en orden al desvelamiento de la miseria
connatural al hombre. La teología de la gloria “endurece” y, paradójicamente,
aleja de Cristo.
¿Por qué este obsesivo
hincapié por parte de Lutero en la condición miserable del hombre? En su doctrina,
éste no es sino irrefrenable inclinación al pecado, insensatez y perpetua recaída en el error, a despecho de las mil y una contriciones… El hombre
es pura nada. Todo esto separa radicalmente las concepciones antropológicas de
Lutero y Blake, aun considerando con rigor los presupuestos gnósticos de este
último concernientes a la naturaleza; y esto es así, curiosamente, en lo que
afecta a una cuestión que les incumbe sobremanera a ambos: la “justificación
por las obras”, la controversia antinomianista. Conocida es la postura de
Lutero a este respecto: sólo la fe nos justifica, nunca las “obras de la Ley”.
Por medio de la fe es posible recibir la “gracia justificante”, el que nuestras
faltas no sean “computadas por Dios” (que ahora se revelaría, no como un Deus puniens, sino como un Deus iustificans). Tras la Controversia de Hilderberg, Lutero
matizaría en innumerables ocasiones sus asertos, llegando a una reformulación
forzosa de éstos en 1540, debido a la acre disputa con el antinomianismo
extremo de su discípulo Johannes Agricola. Aun así, nunca dejó de apelar a la
dicotomía paulina fe/ley y al dictum
que siempre enarboló como lema y grito liberador: “el justo vive de la fe”
(Rom.1). El énfasis luterano en la debilidad natural del hombre, siempre presto
a caer en la tentación, además de reforzar su distinción entre el conocimiento
de lo ínfimo y el conocimiento sobrenatural, en la cual se basaría su theologia crucis, sirve asimismo a la
idea de la absoluta alteridad de Dios con respecto al mundo (con todos sus
valores, leyes y obras). La fe será tanto más pura cuanto más repugne al
sentido común. Y en ello se encuentra la clave soteriológica de su doctrina:
como opuesta a la razón y a la sabiduría mundana, la fe es locura que sana, que
nos descubre como fundamentalmente justa la -en apariencia- injusta muerte de
Cristo en la Cruz (por cuanto es garantía expiatoria del verdadero creyente).
De ahí su visión de la entrega de Cristo, profundamente sacrificial:
Aunque yo sienta el
pecado, ciertamente éste se encuentra tan estrangulado, muerto y abrasado, que
no me puedo condenar, porque me digo: “está colgado de Cristo”. Esto solamente
lo entiendo por la fe… esta es nuestra doctrina, que fue prohibida por el Papa
y también condenada en Augsburgo.
Lutero adorna muchas veces su doctrina salvífica, ligada siempre a la cuestión de la justificación por la fe, con motivos y expresiones procedentes de la mística del s. XIII (especialmente de Tauler y Gerson). Pero sólo son ribetes estilísticos completamente accesorios, dentro de una obra esencialmente ajena -y contraria- a la especulación mística. A fin de cuentas, el sentido último de su doctrina se opondría frontalmente a la visión Blakeana de la “forma humana” de lo divino, en la que a partir de la conversión de Dios en hombre (con el objeto, como hemos visto, de que este se haga Dios), la Imaginación se derrama sobre toda humanidad, logrando así una Encarnación universal. El Dios de la teología de la cruz, accesible por medio del dolor y el despojamiento del orgullo, es lo Absolutamente Otro, inaprehensible por medio de intuiciones poéticas o uniones místicas. Tales cosas repugnaban a Lutero, que en 1538 escribió: “la mística matrimonial es una peste y un espejismo diabólico” (3). Su mismo antinomianismo parte de la adhesión a una fe capaz de redimir al creyente de sus bajas inclinaciones, de sus deseos inmundos. En Blake, la ruptura con el nomos y el dogma tiene que ver principalmente con la revalorización del deseo, personificado en el Cristo réprobo de El Evangelio permanente: transgresor, maldito, blasfemo… el Jesús que vivió fuera de todo control y que detuvo la piedra que iba dirigida a la adultera, desviando así “la recta justicia de Dios”. Finalmente, concluiremos esta comparativa (sustentada en todo momento en una irónica paradoja: aquellos factores que hermanan indisolublemente a Lutero con Blake son los mismos que justifican su incompatibilidad), recordando un pasaje de Lutero en que se traza un retrato de Cristo coherente con su concepción sacrificial del desgarramiento divino:


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